En cierta ocasión habíamos escrito sobre algunos motivos que se hallan tanto en la literatura clásica como en la canción popular de diversas partes.[1] En esta oportunidad deseo mostrar solo dos coincidencias, ambas de tono épico y presentes en la canción popular argentina. Comenzaremos con el tópico del catálogo de los héroes.
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Es común que el canto II de la Ilíada sea considerado el menos entretenido de todos. Las ediciones antiguas lo llamaban “Sueño y catálogo”. Olvidemos al dios Óneiros y ocupémonos de lo segundo. En vv. 494-759 se enumeran los jefes y guías de los dánaos; en vv. 816-877 se hace lo mismo con los conductores de los troyanos. Es comprensible que a muchos lectores actuales les resulte tedioso escuchar esta enumeración de nombres tan lejanos, pero no era este el sentimiento de los antiguos, como se puede ver con las citas siguientes.
En una de sus obras Esquilo nombra a los siete guerreros argivos que atacan, al mando de sus respectivos contingentes, cada una de las puertas de la ciudad de Tebas (los antiguos la llamaban heptápylos, ‘de siete puertas’[2]); a continuación da el nombre de los siete jefes tebanos que las defendían.[3] Y en Las fenicias, para no salir del mismo mito, Eurípides nos presenta a Antígona bien niña. Ella le pregunta a su ayo, estando ambos en lo alto de la muralla para contemplar el ejército argivo, quiénes son los guerreros atacantes. El ayo satisface su curiosidad, aunque con menos extensión que el “hinchado” modo de Esquilo.[4]
Filoctetes, personaje (no sé si protagonista) de la tragedia homónima de Sófocles, vivía abandonado en una isla, mientras los demás griegos peleaban en Troya. Neoptólemo, hijo de Aquiles, va a buscarlo allí; Filoctetes aprovecha para preguntarle por los demás jefes griegos. Entre preguntas y respuestas desfilan los nombres de Agamenón, Menelao, Aquiles, Áyax, Patroclo, Diomedes, Odiseo, Néstor y Tersites; en otras palabras, un pequeño catálogo.[5] Y varios poetas épicos posteriores se sintieron en la obligación de imitar al gran modelo.
Muchos han leído la Eneida de Virgilio; allí el poeta de Mantua invoca a las Musas y les pide que le inspiren los nombres de los jefes que se enfrentaron con Eneas en su guerra en Italia.[6] Esta parte decíamos que puede ser pesada a nuestros ojos, pero para Virgilio y sus contemporáneos cultos, por más que dudaran sobre la veracidad de sus leyendas nacionales, debía ser emocionantes escuchar nombres de tanto peso mythistoricus; entre otros, Mecencio (v. 648), Mesapo (v. 691) y Virbio (v. 761). Pero la lista de capitanes y reyes también fue imitada por la épica europea de escuela; citemos solo a Torquato Tasso.[7]
Creo que en nuestro folclore encontramos algo semejante. Cito primero Por las costas entrerrianas, chamamé de Horacio Guaraní, que él mismo canta (también Soledad Pastorutti). No estoy muy seguro de la exactitud de la letra, pues mi única fuente es la Red, y hay allí más de una versión.
Fulgor del amanecer por las costas entrerrianas.
Cruzando el Gualquiraró y así llegando a Corrientes,
se siente la sensación de estar viviendo en el cielo
con una dulce mujer, que nadie pudo igualarla.
Verdores del saucedal, que el agua va acariciando;
allá pasa un pescador, que va en la popa bogando,
y canta mi corazón, porque no existe en el mundo
una fortuna mayor que estar volviendo a esos pagos.
Y pienso, chamigo, qué linda es la vida,
qué linda mi tierra y mi gente también;
y pienso en el Sosa, en Claudia y el Carlos
y el Pelado Lezcano, que no olvidaré.
Amigos del alma, que alegran la vida
y me dan la fuerza para no aflojar
y gritarle al mundo en un mano a mano:
“¡Paraíso entrerriano, ciudad de La Paz!”
Cuando salgo a recorrer esos ríos de mi tierra,
suelo llorar sin querer por la belleza que encierra;
me embarga una honda emoción por ese amor a mi tierra
y, si encuentro una mujer, soy como el indio en la guerra.
Por el Cabayú Cuatiá viene Linares Cardozo,
nadando hasta el Paraná y el alma llena de gozo;
cuando lo veo pasar de arriba de la barranca,
suelo chiflarle de más, para que me lleve en ancas.[8]
Los aquí mencionados son gente común, no héroes de la Ilíada. En todo caso el gran Linares Cardozo,[9] gloria del folclore del litoral, tiene fama, pero la del artista. No obstante él y los otros tres se vuelven “heroicos” aquí, pues el autor los evoca como partícipes, junto con él, de una suerte de gesta, la de la bella vida del canto, la naturaleza y las costumbres del terruño (en el caso de Horacio al menos, todo regado con algunas gotas del zumo vivificante). No sé qué significa un caballo cuateado;[10] la legión de lectores que tiene la épica está englobada aquí por chamigo, una forma que invita a la confidencia.
Veamos qué nos trae el tango; por ejemplo Tres amigos, de Enrique Cadícamo:
¿Dónde andarás, Pancho Alsina?
¿Dónde andarás, Balmaceda?
Yo los espero en la esquina
de Suárez y Necochea.
Hoy ninguno acude a mi cita.
Ya mi vida toma el desvío.
Hoy la guardia vieja me grita:
“¿Quién ha dispersado aquel trío?”
Pero yo igual los recuerdo,
mis dos amigos de ayer...[11]
Esquinas, suburbios, los Portones de Palermo (Plaza Italia, para los jóvenes) son la cancha de estos guapos de ley. Aquí el yo poético integra el catálogo épico del perfecto número tres. Algo semejante se ve en El cantor de Buenos Aires (letra de Cadícamo y música de Juan Carlos Cobián):
¿Dónde estarán los puntos del boliche aquel,
en el que yo cantaba mi primer canción?
¿Y aquellos patios, donde pronto conquisté
aplausos tauras, los primeros que escuché?
¿Dónde estarán Traverso, el Cordobés y el Noy,
el Pardo Augusto, Flores y el Morocho Aldao?
Así empezó mi vuelo de zorzal:
los guapos del Abasto rimaron mi canción.[12]
Que una voz erudita nos enseñe quiénes fueron estos personajes de ilíada porteña (si dubiis credere dignum), despojos del tiempo. Al menos les queda el consuelo de haber tenido como pregonero a un bardo flor y flor. Pero vayamos ahora al poema Xentenario, del periodista deportivo Aldo Proietto.[13]
Nosotros seremos recuerdo, vaga nostalgia.
Pero estarán El Riachuelo oscuro,
los amaneceres grises y las noches secretas del amor.
Un malvón asomará por el balcón triste.
El grito del domingo será el mismo.
También el canto apasionado.
Temblará La Bombonera
cuando salga Boca
con la magia de otro Carlitos,
la cintura de otro Rojitas,
la pausa de otro Riquelme,
el alma de otro Rattín.
Los goles de otro Palermo, de otro Cherro,
de otro Varallo, de otro Sarlanga, de otro Pepino,
de otro Valentim.
Otro Roma atajará el penal.
El penal.
Y otro Gatti abrazará
la copa desbordante.
Otro mono hará la de Dios.
Dirigirá otro Bianchi y otro Toto.
Los fuegos saludarán nuevas vueltas.
El silencio amará a Diego.
Bajará el grito por la tribuna del león.
Saltaremos todos: los que serán y los que fuimos.
El barco sueco seguirá horadando la niebla del Riachuelo
con sirenas azul y oro.
Será un nuevo siglo
con formas distintas.
Las voces serán otras
pero el azul y el oro
permanecerán para siempre.[14]
No necesitamos aclarar aquí cuáles fueron las gestas, domésticas o allende los muros de la patria, de los héroes del balón, pero el hincha, el torcedor y el tifoso se emocionan ante tan hazañosa enumeración. El mismo estadio parece una acrópolis; los trofeos, las nuevas troyas; el grito de aliento, la actual forma del clamor de Aquiles y de Héctor.
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La segunda coincidencia que tratamos bien podría haber sido la primera, pues es en realidad lo épico en sí. Pero hay una gesta histórica que alimentó pequeños epilios; me refiero a la batalla de Pozo de Vargas. “Durante la presidencia del Gral. B. Mitre, el caudillo riojano Felipe Varela quiso tomar, en 1867, la ciudad de La Rioja, y para defender a ésta acudió desde Santiago del Estero el Gral. Antonino Taboada. El 10 de abril, a la tarde, en medio de un calor abrasador, se libró la batalla en un lugar llamado Pozo de Vargas, como a tres leguas de la Capital. Varela comandaba 5000 hombres, montoneros en buena parte, y Taboada sólo 2500, que eran soldados santiagueños, riojanos, tucumanos y catamarqueños. Cuando la suerte parecía adversa a las tropas leales y ya cundía el desaliento, el mayor José Brizuela dispuso que la banda de música avanzara y tocara una zamba. Al conjuro de la música querida de la tierra, los soldados leales reaccionaron bravamente y lograron vencer a los rebeldes. De allí en adelante a esa zamba se la denominó Zamba de Vargas.” Verdadero o falso en todo o en parte, lo dicho está en un viejo librito.[15] En él hay una versión de esta pieza célebre y de “orígenes misteriosos.”[16] Pero hay otras más;[17] basado exclusivamente en preferencias personales, copio la que sigue, letra de Domingo Lombardi y música de don Andrés Chazarreta.
Forman los riojanos
en Pozo de Vargas;
los manda Varela,
firme en batallas.
Contra los santiagueños
con gran denuedo van a pelear;
ya don Manuel Taboada
alza su espada: se ve brillar.
Atacó Varela
con gran pujanza:
tocando a degüello,
a sable y lanza.
Se oyen los alaridos
en el estruendo de la carga
y ya pierden terreno
los santiagueños de Taboada.
“Bravos santiagueños,
–dijo Taboada–
vencer o la muerte,
vuelvan su cara.
Por la tierra querida
demos la vida para triunfar.”
Y ahí nomás a la banda
la vieja zamba mandó a tocar.
En el entrevero
se alzó esta zamba,
llevando en sus notas
bríos al alba.
Y el triunfo consiguieron
los santiagueños y este cantar,
para eterna memoria,
Zamba de Vargas siempre será.[18]
Varios atractivos encuentro en esta canción.
Además de sus versos –que no comentan sino que mencionan
con épica sencillez los hechos– y su música, me agrada que se
relacione directamente con la historia de la parte del país
que más me gusta visitar, nuestro noroeste.
Pero también establezco naturalmente cierto parecido,
pues quienes leen a los clásicos
pueden quizás recordar a Calino, quien dijo: